La Hermosa Lisboa


La mayoría de los seres humanos lleva una vida monótona y carente de emociones importantes. Este vacio genera que el ser de ciudad orbite fuera de su centro en una espiral hacia una vida egoísta, fría y temerosa. 

Los viajes cambian siempre al viajero.
Los viajes prolongados son siempre un viaje al interior de uno mismo.
No solo se viaja físicamente, hay también un viaje espiritual que muy pocos logran percibir.

Caminé hambriento las calles pintorescas de Lisboa, el aire marino me sugería a mi Valparaiso. El penetrante olor a ajos fritos me provocaba los mas intensos deseos de llenarme el estomago con suculentos  platos exoticos tal como lo haría un miserable condenado a la horca.

El hambre me empuja hacia un pequeño sucucho repleto de comensales de todo tipo. Apresurados oficinistas que  gritan en portugués en medio de un tumulto enloquecedor que da la impresión que se trata de una pelea descomunal a insultos incomprensibles, sin embargo están conversando.

Los olores me llevan hacia el mesón principal y con asombro observo que del aceite hirviendo emerge un impresionante pescado frito que segundos mas tarde va a parar entre dos torrejas de pan, como lo haría quien se introduce a la cama antes de dormir una larga siesta.
De pronto me sentí en Chile, el legendario sanguche nortino pasaba frente a mis ojos, me sentí transportado a Caleta Hornos y presentí que Jessenia, la camarera aparecería desafiante y sensual con su bandeja llena de sanguches de pescado frito, ensaladas de tomates y cebollas.  
Mi fantasía desaparecería en segundos tal como lo hace el sol cada tarde para dar inicio a las sombras. 
Caminé por pasillos estrechos de calles antiguas, subí y baje avenidas tal como lo hace un explorador ciego en una noche sin Luna.
Mi obsesivo caminar me llevó hasta una catedral del siglo XVII, por algunos instantes sienti los deseos irresistibles de volverme monje, sacerdote o fraile. 
Silencioso y meditativo me senté en un rincón de la catedral de Santa Maria Maior. A la vista de los turistas parezco que estoy orando, sin embargo estoy imaginando los sanguches de pescado y en lo triste que es la vida sin dinero en los bolsillos.

Recorro lentamente la catedral como si fueran los pasillos de mi casa y a ratos me detengo a contemplar las tumbas de los monjes sepultados y que probablemente vivieron sus vidas en vano en esos sombríos patios. El silencio es aterrador y por algunos momentos siento deseos de gritar los improperios mas terribles contra árabes y musulmanes que mantuvieron el control de esta ciudad. No paro de pensar en los miles de muertos y poco a poco un raro sentimiento de pena se va apoderando de mi. Siento que un par de vasos de oporto me devolverían la sensatez inmediatamente.
Lentamentce la idea de hacerme religioso se va disipando de mi mente y vuelvo a pensar en la enorme distancia que me separa de mi familia y en los sanguches de pescado frito que dejé hace unas horas atrás en el pequeño sucucho atestado de oficinistas gritones. 
Hoy vuelvo a pensar en la hermosa Lisboa, en su olor a ajo y en el viaje interior que quizás algún día decida emprender.

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